La dictadura del ruido
Esta crónica forma parte de una serie de impresiones recogidas durante numerosos paseos por la capital argentina. Todas ellas están disponibles en tres idiomas (EN,ES,FR) y forman parte del proyecto MIBA desarrollado en Senses Atlas.
No hace falta llevar mucho tiempo viviendo en Buenos Aires para darse cuenta de que no es inmune al azote de muchas capitales: el ruido. Los frenos de aire comprimido de los autobuses sin aliento, el paso de los coches a toda velocidad, las motos desenfrenadas, los martillos neumáticos que desfiguran el pavimento, el pitido repetitivo de las puertas de los garages: las calles y avenidas son túneles de decibelios de los que no se puede escapar. En las tiendas que bordean estas mismas arterias, la música se escupe por altavoces al final de su vida útil. Bajo tierra, la cabalgata del subte va acompañada en cada parada por un chirrido metálico y una estridente señal sonora destinada a despertar al viajero alienado de su letargo cotidiano. E incluso nuestros departamentos son coladores acústicos que no nos aíslan de nuestros vecinos y de las obras de la ciudad.
¿Cómo recuperar el silencio cuando los servidores del Estado nos asaltan con estas incesantes molestias? Los coches de policía y sus estridentes sirenas, los helicópteros que parecen volar cada vez más bajo, la dictadura del ruido está en todas partes, es la primera forma de polución.
Entonces, ¿a dónde escapar? El silencio se ha convertido en algo raro, y es sobre todo un privilegio de clase. Las burbujas acústicas reservadas a los ricos se construyen a escala del automóvil, del lugar de trabajo, de la casa y, a veces, incluso el barrio (privado). En algunos casos, se trata de una forma de higienización, pero sobre todo de un derecho preciosamente guardado que tenemos todo el derecho a envidiar y a querer implantar y generalizar en nuestras ciudades, aunque con un modelo diferente, por supuesto.
El ruido es una lacra común. Los trabajadores del espacio público, que a veces son los actores de este ruido, son evidentemente los primeros afectados. Están expuestos a estas molestias durante largos periodos de tiempo, obligados a ahogarse en el ruido ensordecedor, sin posibilidad de descanso. Los ciudadanos de a pie se abren paso en la caótica partitura sonora de la ciudad, utilizando las señales de la cacofonía para orientarse. La vista ya no es suficiente; el oído es esencial para sobrevivir y a veces se convierte en el primer sentido utilizado para evitar los riesgos del tráfico. Uno se pregunta si podremos orientarnos en una ciudad silenciosa. Tendremos que reaprender a caminar y a vivir en la ciudad. Reaprender a saborear la libertad.
Mientras tanto, el ruido ensordecedor se acompaña cada vez más de luces cegadoras, y la vista cansada y el oído sobrecargado se combinan para negarnos la oscuridad sonora, el silencio visual y la calma. En medio del tinnitus urbano, el incentivo al consumo que devora la ciudad se basa en la ultraestimulación del oído y la vista, sin espacio para el descanso físico ni mental. Dormimos menos, el estrés y la ansiedad aumentan, y el ruido incluso ahuyenta a las especies naturales que comparten nuestras ciudades y nuestras vidas.
Colectivamente, la tiranía del ruido nos encierra en el individualismo, ya no nos entendemos, el estruendo ininterrumpido fomenta la disensión y conduce al conflicto; Nos aislamos, cada uno por su cuenta, incapaces de encontrarnos y de compartir.
Es hora de reconocer el sonido como una nueva arma de represión, para protegernos mejor a nosotros mismos y a las ciudades donde vivimos, trabajamos y paseamos. La pérdida del silencio, la pérdida de la oscuridad (incluso de la noche) es la pérdida de un bien común, una fatiga común de la que deberíamos ser capaces de liberarnos para poder esperar recuperar la armonía social y el descanso.